viernes, 30 de marzo de 2012

HISTORIA DEL CAMPO


En un período relativamente corto de tiempo, el que va de 1938 a 1985, la población rural pasó al 70.1 al 28% del total. Durante ese mismo período, pero con una base anterior que puede situarse en 1928, cientos de miles de pequeños arrendatarios de las ha­ciendas (llamados localmente concertados, agregados, terrajeros, parámetros, medieros, etcétera), se liberaron de las prestaciones obligatorias que le debían a los terratenientes mediante su lucha o fueron expulsados de sus fundos. Una minoría de campesinos arrendatarios logró la propiedad de sus parcelas, pero la mayoría fueron lanzados a engrosar el ejército de empleados y desemplea­dos urbanos y rurales o adoptaron por irse a abrir selva como colonos.

La misma frontera agrícola, sin embargo, les es disputada por comerciantes devenidos en latifundistas, lo cual, sumado a la ausencia de los servicios del Estado, contribuye a que la pobla­ción colonizadora constituya la base social más importante del movimiento guerrillero colombiano. Tales regiones se convirtie­ron en los ochenta en escenario propicio de acción de agrupacio­nes paramilitares, frecuentemente financiadas por narcotrafican­tes y apoyadas por latifundistas locales. Es allí, desde el Magdalena medio, el Caquetá y el Putumayo hasta los llanos y las regiones del Urabá, donde se concentran los conflictos más vio­lentos que arrastra a sus poblaciones a condiciones fáciles de muerte e infernales de existencia.

En el proceso histórico que describimos, las haciendas se trans­formaron lentamente, unas arruinándose en el proceso, otras arrendando sus tierras a una agresiva burguesía agraria que surgió en el proceso y las más lograron transformarse en capita­listas. Entre tanto, la economía campesina vivió un proceso muy desigual de diferenciación de clases en su interior: sólo las regiones cafeteras, y algunas pocas zonas del altiplano sabanero (que geográficamente rodea a Bogotá y se extiende, con interrup­ciones, hasta más allá de Tunja) y otras contadas regiones del país ocupadas parcialmente generaron amplias capas de campesinos ricos, medios y pobres; la mayor parte de la economía campesina, que ocupa pobres tierras de vertiente, experimentó una muy limi­tada diferenciación, cayendo más bien en la pauperización dentro de un proceso de creciente atomización de la propiedad y sufrien­do una expulsión demográfica apreciable, especialmente de sus efectivos más jóvenes y capaces.

Centrando la atención sobre el papel jugado, tanto por la econo­mía campesina, como por la terrateniente en las distintas etapas de desarrollo del país, se puede apreciar que la primera fue el eje de la producción cafetera de exportación, llave del desarro­llo capitalista del país y de la multiplicación de sus fuerzas productivas, a la vez que base y abastecedora fundamental del mercado interior hasta los años 50, mientras la economía terrate­niente, sobre la cual se basó la agricultura comercial, se tomó en epicentro del desarrollo agrario de la segunda postguerra en adelante.

Antes de eso, la gran propiedad territorial permaneció inmóvil por mucho tiempo e impedía la acumulación nacional al sujetar hombres y tierras ad absurdum. Sólo cuando se rompieron las principales barreras sociales y políticas que impedían su movili­dad, la gran hacienda empezó a tornarse en objeto de arriendo o sus herederos se transformaron en empresarios. Regiones antes dedicadas a la ganadería extensiva, caracterizadas por ser muy fértiles, fueron invadidas por los cultivos comerciales de la caña de azúcar, el algodón, arroz y sorgo o también se intensifi­caron en la explotación del ganado de leche.

La alternativa entre el desarrollo basado en la economía campesi­na o la transformación lenta de la hacienda, se abrió con las luchas campesinas de fines de los años 20 y se cerró con la derrota del movimiento democrático en el país, durante los años 50. Las consecuencias sociales del desarrollo capitalista por la vía terrateniente fueron graves: el régimen político nacional y local continuó apoyado en las viejas clases dominantes y también en los métodos arbitrarios de someter la población campesina, mientras que en las ciudades se imponía un control entre cliente­lista y autoritario sobre la vida civil en general. La barbarie que caracteriza las viejas formas de sujeción campesina se repro­ducen a otro nivel, para apuntalar un sistema de dominación un tanto más moderno. A nivel social y económico se producía una inmensa superpoblación, causada por lo menos en parte por el monopolio territorial dada la ecuación tierras sin hombres y hombres sin tierras, lo cual contribuyó a que el capital pudiera pagar salarios muy bajos a todo lo largo y ancho del territorio nacional.

En relación con la propia economía campesina, la vía terratenien­te significó una creciente competencia al comenzar a invadir cultivos que le eran propios, frecuentemente con precios menores por las abismales diferencias en la productividad, de tal manera que los campesinos perdieran relativamente mercados para sus productos y la economía parcelaria tendió a contraerse con el pasaje del tiempo.

Es lógico asumir que el proceso de acumulación bajo tal tipo de condiciones restrictivas, debió ser lento y penoso por varias razones: en primer término, por las barreras que impone el mono­polio de la propiedad territorial al capital del campo, después por el raquitismo del mercado interior que surge de una economía campesina confinada dentro de muy estrechos límites, a lo cual se agregan las condiciones de salarios bajos que comprimen el consu­mo y, finalmente, porque la agricultura en esas condiciones no podía generar excedentes capitalizables por la industrial ya fuera en la forma de materias primas y bienes salariales baratos o bien por un creciente nivel de exportaciones que garantizara la importación de maquinarias y otros bienes.

La acumulación de la industria colombiana fue, en efecto, relati­vamente lenta hasta 1934, a lo cual contribuyó la traba a la libertad de hombres y tierras que caracterizó el campo hasta bien entrado el siglo XX. De esta manera, una parte sustancial de la población del país durante los años 20 y 30 no tenía libertad para asalariarse, por estar pagando "obligaciones" a los hacendados o por estar perma­nentemente endeudados con ellos. La hacienda conformaba todo un complejo edificio social que dificultaba la formación de un proletariado y de un mercado de tierras, puesto que la posesión de éstas era un medio para extraer rentas a la población.

El mercado que emergía de este tipo de relaciones sociales era peculiar: parte sustancial del consumo de los arrendatarios era autoproducido, parte provenía de "raciones" producidas por la misma hacienda, los medios de producción elementales eran abaste­cidas en su mayor parte por el artesano de la aldea o eran tam­bién autoproducidos. Pero era sobre todo la renta del suelo la que circulaba como mercancía y se monetizaba, ya fuera en servi­cios sobre las tierras del hacendado, generalmente sembradas de cultivos que algún comercio tenían o en especie de parcela del arrendatario. En el caso de la economía campesina, las relacio­nes mercantiles eran más intensas, pero aún así se reducían a adquirir sal, cebo, telas y alimentos no producidos localmente, a cambio de los excedentes de su propia producción.

El avance de la industrialización conforma una situación de tensión ya que el crecimiento de la demanda de materias primas y alimentos para una creciente población urbana recae sobre organi­zaciones sociales que no responden de inmediato a ellas, aunque es aparente que la economía campesina lo hacía más rápido y en mayores volúmenes que la obtusa organización interna de la ha­cienda. En todo caso y por un período de tiempo considerable, ambos tipos de organización productiva fueron desbordadas por el ritmo que imponía la acumulación fabril; en consecuencia, la industria tuvo que abastecerse del extranjero de insumos agríco­las y muchas de las subsistencias de la población también llega­ron de fuera. Esto le valió el mote de "exóticas" a las indus­trias entonces existentes, acusación que provino, sobre todo, de sectores terratenientes.

El complejo edificio social basado en la hacienda se resquebraja por el movimiento campesino de los años 20, que lucha contra las relaciones serviles y por el pago de salarios, lo mismo que cuestiona el derecho de propiedad sin delimitar de los terrate­nientes sobre los supuestos baldíos de la Nación. Esas fisuras se amplían durante la etapa de las reformas, por arriba que desarrollan los liberales y se profundizan aún más con "la vio­lencia", guerra civil entre 1947 y 1957, que desata la reacción contra el movimiento democrático. El movimiento campesino de los años 20 y 30 y las necesidades legales del régimen burgués para poder desarrollarse presionan por una reforma de la tenencia sobre baldíos en 1936, que es aceptada por los terratenientes sólo después de que se pacta la paz entre los dos partidos al fin de la guerra civil de los cincuenta, guerra que derrota al movi­miento campesino. Esto ya significa que las barreras mayores a la movilidad de hombres y tierras han sido superadas en gran medida y que el capital puede entrar a organizar más y más regio­nes de gran propiedad que a su vez compiten contra la frágil economía campesina, acelerando un proceso combinado de proletari­zación y lumpenización de la población concentrada en ella.

A partir de este momento, la acumulación en el campo se acelera. El mercado no es obstáculo mayor a la inversión, en cuanto ella misma lo expande, mientras que la diferenciación de la economía campesina incrementa el número de consumidores que depende cada vez más del mercado y la creciente población urbana crea una demanda efectiva que es muchas veces superior a la que produce el estadio anterior de producción parcelaria combinada con el régi­men de haciendas, no importa que una parte importante de la población urbana se encuentre desempleada y produzca en cierta medida en las ciudades una economía doméstica.

Si bien es cierto que este mercado es pequeño para sustentar el desarrollo de una gran base industrial, si es suficiente para apoyar un número apreciable de industria de consumo, de bienes intermedios y de bienes de equipo sencillos. Dentro de este conjunto, la agricultura capitalista cuenta con un amplio campo de expansión: hasta los años 60 puede sustituir importaciones de materias primas agrícolas y alimentos, lo cual es reflejo de su pasada incapacidad para abastecer adecuadamente a la industria y cuando ha establecido un relativo equilibrio entre demanda inter­na y oferta, se lanza al exterior en renglones como el algodón, el azúcar, las oleaginosas, bananos, flores y carnes, actividad que multiplica el mercado interior vía empleo y consumo interme­dio para entrelazar un proceso de rápido desarrollo capitalista en el campo.

Por todo un período, incluso, el desarrollo agrario es más rápido que el industrial. En efecto, en momentos en que la industria colombiana avanza penosamente, entre 1957 y 1968, porque sus avenidas externas de abastecimiento de equipos y bienes interme­dios importados se han estrechado por la baja de precios del café, la agricultura comercial se desarrolla a tasas del 12% anual, en forma independiente del receso general de la economía. Es más, el avance de la agricultura comercial genera un creciente volumen y valor de exportaciones que son las que culminan equili­brando la balanza de pagos a partir de 1969, lo cual sienta las condiciones para el gran auge industrial que se inaugura durante ese año y culmina con la recesión mundial de 1974-1975, que tam­bién detiene por un momento el proceso de acumulación nacional. A partir de este umbral, la dinámica de desarrollo agrario desfa­llece, se resiente la productividad y se pierden mercados exter­nos.

Es así como durante los ochenta la agricultura se contrae durante el primer lustro, cuando toda la economía sufre de una nueva y profunda recesión, para después obtener una recuperación aprecia­ble entre 1985 y 1990, marcada de nuevo por productos de exporta­ción. Las estadísticas oficiales no incluyen el cultivo de las materias primas de las drogas prohibidas, pero según la Drug Enforcement Agency había en 1990 30.000 has. sembradas de hoja de coca y unas 15.000 de marihuana, cultivo que relativamente se había venido a menos desde finales de los setenta.

Lo que quedaba claro de lo anterior era que la capacidad de respuesta del campo frente a las señales del mercado era rápida y contundente, de que había empresarios de sobra en el país para organizar las más disímiles aventuras y que lograban vencer todo tipo de trabas impuestas por poderosos estados a la distribución de sus productos.

El período más reciente está marcado por modalidades de violencia  parecidas a las que vivió el campo hace 40 años pero multiplica­das por la modernización de la tecnología para asesinar: se hicieron comunes nuevamente las masacres de campesinos sospecho­sos de simpatizar y apoyar a la guerrilla por agentes privados o públicos de rostro oculto o la guerrilla tendió a utilizar el crimen para financiarse y el terror para imponerse.

Todo este proceso de desarrollo intenso, violento y contradicto­rio apenas pudo ser comprendido e interpretado por las corrientes dualistas, cepalinas y la teoría radical del subdesarrollo, las cuales en Colombia, al igual que en el resto de América Latina, enfatizaron más el aparente estancamiento de la producción y los efectos desastrosos del capitalismo, como el desempleo y los bajos salarios, la misma violencia que acompaña el cambio, que el corazón mismo del problema: el avance de las relaciones sociales de producción capitalistas, en razón inversa al debilitamiento de las relaciones de servidumbre características de la hacienda y la pérdida de importancia del trabajo familiar de la pequeña produc­ción parcelera y artesanal, aunque sí era cierto que este proceso era y es profundamente desigual y contradictorio.

El dogma del estancamiento de las fuerzas productivas que promul­gó la teoría radical como resultado de la dominación imperialis­ta, el acento en variables demasiado generales como tenencia de la tierra y concentración del ingreso en el caso de la teoría cepalina, condujeron a ambas a subvalorar un proceso de rápido desarrollo del capital que tomó una vía que no es nada extraña históricamente. Ya V. I Lenin y Barrington Moore la habían señalado como alternativa para el campo ruso, o como la base social de las dictaduras fascistas en Alemania y Japón, con todas sus consecuencias de opresión política, resaltando quizás dema­siado su carácter lento, derivado de sus reformas por arriba. Tal proceso se repitió en todo el este europeo, España y Portugal y gran parte del mundo dependiente y semicolonial, sin que por eso el capitalismo dejara de desarrollarse en ellos.

Es pertinente quizás a partir de este tipo de desarrollo que ya sufrimos, hacer un ejercicio de historia contrafactual y pregun­tarse qué hubiera ocurrido de haberse dado la vía democrática de desarrollo capitalista. Pues bien, en primer término hubieran existido condiciones para un desarrollo más acelerado de las fuerzas productivas nacionales y del mercado interior; en segundo lugar, la población excedente causada por la vía terrateniente hubiera sido menor por la existencia de un nuevo y numeroso campesinado propietario, produciendo un gran volumen de alimentos y materias primas baratas, que pudieran ser capitalizables por una acumulación industrial más acelerada. La industria hubiera tenido que recurrir a un grado menor de explotación de la fuerza de trabajo, contando además con un mercado relativamente más amplío para sus productos.

En el plano político, la vía campesina también sería radicalmente distinta a la estructura de opresiva dominación que vive cotidia­namente el país. La erradicación de los terratenientes como clase hubiera significado, obviamente, remover una de las bases principales de la reacción social, el oscurantismo y el clerica­lismo y el desarrollo de instituciones de dominación burguesa menos represivas que las existentes, con mayores derechos políti­cos y de organización de las masas; se habría dado además, un gran desarrollo del capital estatal, de la educación pública, salud, servicios y obras públicas en general y, finalmente y no menos importante, el Estado hubiera exhibido un grado mayor de autodeterminación frente a los intereses norteamericanos.

La historia ha sido, sin embargo, distinta. La acumulación se hizo rápida no por la extensión de un gran mercado campesino, sino por el alto grado de explotación de los trabajadores. Las trabas a la realización que se derivan del mercado interno, han sido subsanadas por medio de la exportación de bienes agrícolas e industriales y sobre todo de energéticos (carbón y petróleo). Los excedentes de población producidos en forma abrumadora, especialmente después de la guerra civil, hacen que hoy en día más de una tercera parte de la población en capacidad de trabajar está total o parcialmente en paro forzoso. Esta sobreoferta de brazos unida a la concultación de los derechos sindicales de los trabajadores causa una distribución del producto que favorece a los empresarios y terratenientes, arrojando para el país una de las distribuciones del ingreso más desiguales del mundo capita­lista. Es esta situación general la que nos ha llevado a carac­terizar en otro lugar al régimen de producción imperante en Colombia como "capitalismo salvaje".

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